Desborde social: las múltiples fracturas del momento actual
Desborde social: las múltiples fracturas del momento actual [1] Eduardo Ballón [2]
Tras más de diez semanas de explosión social y convulsión-es decir de múltiples movilizaciones porque no es una sola- los números que dan cuenta de ella son escalofriantes y de escándalo. 48 civiles y un policía muerto en las protestas, 11 civiles más que perdieron la vida en hechos vinculados al bloqueo de vías, más de 1300 civiles y 580 policías heridos son algunas de las cifras del terror, la violencia y el autoritarismo que el gobierno de Dina Boluarte viene impulsando como única respuesta a los profundos malestares que impulsan las protestas que se vienen sucediendo desde el 7 de diciembre pasado. Ellas evidencian por lo menos tres crisis y distintos tiempos que convergen en este momento. Una es aquella a la que asistimos en las calles, es la coyuntura más inmediata y el corto plazo; la segunda es de larga duración, histórica y estructural, alimentada de decenios de desigualdad, exclusión, discriminación y olvido de las comunidades campesinas, indígenas, rurales que son las más empobrecidas del país y las que salen masivamente a protestar, encontrando en las calles el espacio de reivindicación de su identidad cultural, de sus derechos individuales y colectivos, de su integridad y su dignidad. La tercera, es la de un modelo de crecimiento capitalista neoliberal y un Estado, si no colapsado, claramente desbordado y una sociedad, que como resultado de ese proceso, sufrió cambios muy profundos que se expresan, sin duda, entre otras cosas, en las características de las movilizaciones.
*Fotografía: Augusto Escribens – @augustoescribens
En la coyuntura inmediata asistimos desde diciembre pasado a la movilización en las calles que viene desde el interior del país, particularmente desde el sur andino, que se inició tras el suicidio político de Pedro Castillo con su patético intento de golpe de estado, mala imitación del de Alberto Fujimori, y su inmediata captura. Se trata de protestas y demandas sociales que reflejan el hartazgo de la población con una clase política que optó, ya hace mucho, por proteger sus intereses privados por encima del bienestar y los derechos de la gente. Se trata, sin duda, de una de las protestas más contundentes de nuestra historia, comparable por su carácter crecientemente nacional y por la amplitud del apoyo que va conquistando, con el paro nacional de 1977, la Marcha de los Cuatro Suyos del 2000 y las movilizaciones que terminaron con el gobierno de Merino el 2020. Paradójicamente, no obstante su radicalidad, destaca la búsqueda de las movilizaciones de una salida institucional porque no otra cosa son las banderas que finalmente se han establecido -la renuncia de la Presidenta y los congresistas, el adelanto de las elecciones al 2023 y la consulta sobre una constituyente-como fueran el retorno a la democracia en 1977, la renuncia de Fujimori el 2000 y más recientemente el desconocimiento de Merino. Frente a ella es inocultable la miseria del papel del gobierno, en particular de la presidenta Boluarte y el Congreso de la República.
La actual entente de gobierno, indiscutiblemente cívico-militar (Boluarte-Congreso-fuerzas del orden), respondió brutalmente con la represión que por instantes, Puno y Ayacucho, tuvo claras marcas de masacre y barbarie. Decididos a recuperar su “orden”, mediante la combinación de “terruqueo” y fuerza, ordenaron disparar a matar a los manifestantes sospechosos de acciones violentas o agresivas, impusieron un ambiente de “guerra” y condenaron a los movilizados a limitarse a protestas “sociales” (salud, educación, etc.), negándoles una vez más, su derecho a hacer política. Como es obvio, con sus actos y declaraciones añadieron combustible a un incendio y exacerbaron los ánimos, tanto con las destempladas posturas de Dina Boluarte –“Puno no es el Perú”- como las de su primer ministro, mientras el Congreso de la República continuó embarcado en el juego de la negociación en el que los sectores extremos de derecha y parte de las izquierdas (Perú Libre, Bermejo y los profesores), han dejado establecido que no están dispuestos a dejar sus cuotas de poder.
Este tiempo de la crisis no tiene fecha exacta de origen si se la piensa únicamente desde el corto plazo. La caída de Castillo fue el detonante pero se inició antes, con las denuncias de fraude desconociendo su victoria y los intentos de vacancia, con la caída de seis presidentes en un lustro, con el enfrentamiento sistemático entre Ejecutivo y Legislativo desde el retorno a la democracia, como caldo de cultivo de las protestas y la rabia. Ciertamente razones suficientes entre los movilizados para patear un tablero severamente afectado por el centralismo, la corrupción y el discurso provocador y descalificador de la mayoría de la prensa. Aunque sin fecha exacta, el desborde popular tiene territorios y el sur, en especial el andino (Arequipa, Puno, Cusco, Apurímac, Madre de Dios, Tacna y Moquegua) concentró las protestas iniciales. 7 regiones que generan el 18% del PBI nacional, y registran 82% de informalidad (frente al 75% nacional), con Puno (43%) y Apurímac (28%) que se encuentran entre las más pobres del país. Apurímac, Puno y Cusco se encuentran entre las regiones más rurales de Perú (60%, 46% y 44% respectivamente), concentrando más del 38% de las comunidades campesinas, lo que explica en mucho el carácter de las movilizaciones.
No se puede obviar que los territorios más convulsionados presentan una contradicción dramática. Centros de producción para la exportación de minerales y la agroindustria, que son las fuentes de acumulación más importantes en las últimas tres décadas, y de otro lado, pueblos y localidades de extrema pobreza y donde la presencia del Estado es mínima en servicios básicos de salud, educación y vivienda. 68 distritos de esas regiones (14%) tienen más del 50% de sus habitantes en situación de pobreza. La geografía de la protesta no constituye entonces, un dato casual. Los datos sociales de los protestantes y muertos tampoco.
Ahora bien, tampoco se puede dejar de anotar que las protestas, casi desde el primer momento, estuvieron signadas por la violencia a la que recurrieron algunos de los sectores movilizados. Desde el intento de captura de varios aeropuertos, la quema de locales públicos y privados y el incendio de comisarías, hasta el bárbaro asesinato de un policía. Estos actos, condenables como cualquier forma de violencia, alimentaron la narrativa del poder que se sustenta en el discurso del agresor externo (el cuco Evo Morales y un supuesto envío de armas desde Bolivia), la manipulación de la protesta por intereses ilegales o grupos violentistas (narcotráfico, minería ilegal y organizaciones remanentes del senderismo, como Movadef), y la desinformación de muchos de los protestantes como explicación al enorme desembalse social, visible en millares y millares de manifestantes en diversas regiones, pero especialmente en las del Sur andino. Sobre ese discurso armaron su narrativa y alimentaron a medios y opinólogos que caminaron en esa dirección.
Pero el desplome del Estado y el desborde de la sociedad tienen datos cruciales en los profundos cambios que hemos sufrido como sociedad las últimas décadas como parte del modelo neoliberal. En lo que va del siglo XXI, Francisco Durand llamó la atención sobre este asunto[3], nuestra sociedad se descompuso en tres subsistemas: uno minoritario de la formalidad, las grandes y medianas empresas, las leyes y la gran producción, cuya cúspide empresarial se beneficia con la mayor parte del jamón y paga los menos impuestos que puede. El segundo, mayoritario, de la informalidad, sin regulación alguna, sin aportar impuestos, pero pagando los salarios que puede, sin pagar o recibir beneficios, ni seguros, devastando también en algunos casos; según el INEI, aporta el 18% al valor total de todos los productos producidos. El tercero, el de la economía ilegal (minería ilegal, narcotráfico, trata de personas, tala ilegal, pesca negra, extorsión, tráfico de terrenos, piratería del software, contrabando, etc), que tienen un tamaño anual conservadoramente calculado en más de 7,064 millones de dólares…..Un subsistema con más de 500,000 mineros ilegales e informales, 497,000 personas que consideraban haber sido parte de trata (2022), 80% de la madera exportada con origen ilegal, 500,000 personas en las otras actividades….[4]
Cada uno de esos tres subsistemas tiene sus propias normas y redes, pero también sus propias burguesías y estructuras de poder. Como es obvio, están interconectados y cada uno accede a cuotas de poder en el mundo “formal”: municipalidades, gobiernos regionales, poder judicial, partidos, ministerios, congreso de la república, etc. Negocian, se presionan, acuerdan y también se enfrentan, como se observa en el caso de la minería ilegal. El problema en la supuesta lucha contra este subsistema son las zonas grises que existen entre ilegalidad e informalidad, como lo evidencia, por ejemplo, la minería informal del oro (incluye a la ilegal), que según el propio MINEM exportó por cerca de 4,000 millones de dólares el año 2020…. En las inter relaciones aparecen varias complejidades; por ejemplo, ¿dónde se pueden “lavar” los 12,707 millones que la Unidad de Inteligencia Financiera registró como lavado entre el 2013 y el 2017? ¿Quién vende dragas para la minería?
Lo cierto es que todas las formas de impugnar y cuestionar la legitimidad del Estado peruano y el actual ordenamiento político, están a la orden del día. Desde el narcotráfico, el crimen organizado, la trata de personas, la prostitución, el contrabando, la deforestación o la minería ilegal; cuentan con ingentes recursos económicos, y una vez más se han desatado en función de sus intereses, que siguen negociando en una mesa distinta a la de la opinión pública. Todas las formas de violencia se han “liberado” con furia y han desbordado las manifestaciones pacíficas y ordenadas. De esta situación aprovechan también la delincuencia común y seguramente remanentes de SL y otros sectores extremistas. No olvidemos por lo demás que Perú es un país en el cual los tejidos sociales y organizativos han sido deteriorados hasta el límite y se han perdido todas las formas sociales significativas, una sociedad desformal como dice Martuccelli[5]. Los partidos políticos, de otro lado, han terminado siendo redes de poder ligadas a caudillos/propietarios, con mayor o menor presencia territorial, que se activan sobre todo alrededor de las elecciones[6].
En la larga duración, los factores estructurales nos confrontan con dos fantasías, la construcción del Estado Nación y nuestro sueño de República, más de doscientos años después de la marcha de cada una. Sobre la República, basta con decir que coexistió 33 años con la esclavitud, 148 con la servidumbre que recién terminó con la reforma agraria de Velasco, mientras que demoró 158 años en establecer el voto universal. Sobre el Estado Nación, Puno es la evidencia palmaria de su naufragio. Cómo en otros puntos del país, la práctica de la masacre en esta región es parte de la historia oculta de nuestros pueblos, simbolizando al «otro» Perú, al qu8e frecuentemente no se quiere ver; a decir de Bourricaud, la región más india del Perú, que fue centro de múltiples rebeliones y luchas, desde las que encabezaran Pedro Vilcapaza y Tupac Katari como parte del alzamiento de Tupac Amaru, hasta sus luchas constantes por la tierra, por su autonomía y su dignidad, atravesando más de 200 años y sustentando una desconfianza y una distancia que es parte de su memoria. Largos procesos de lo que denomina con justicia el historiador José Luis Rénique, la Nación Radical. Historia ésta, no muy distinta a aquellas otras particulares de otras regiones del país. Esa memoria, sus lazos y prácticas comunales, su identidad toda, hacen parte de su capital en juego en este desborde.
Trasladarse a protestar a las principales ciudades, es una manera de hacer sentir más fuerte, y más lejos (léase más cerca a Lima) la voz de quienes en la vida diaria no la tienen o la tienen apenas. La de quienes diariamente resultan ninguneados y silenciados. Eso lo saben muy bien, sobre todo, los propios campesinos indígenas, residentes en comunidades y pequeños pueblos rurales, así como los migrantes que viven en las ciudades la experiencia de la discriminación frecuente. Y eso, que tiene una larga historia, es también parte de lo que estamos viviendo. Las coyunturas de estallido o desembalse violento de expectativas, demandas y conflictos irresueltos, responden siempre a la activación de razones largamente postergadas, a las que se suman factores inmediatos. En una sociedad como el Perú de hoy, tras décadas de crecimiento desigual y deterioro de las condiciones de vida de los más excluidos, la profundización de una crisis múltiple -política, socioeconómica, institucional, pero también sanitaria- y la ausencia de cauces de salida efectivos, se puede extender y prolongar una situación ciertamente explosiva. Más aún después de una pandemia devastadora y la continua decepción en torno al rol de la política, los políticos y las instituciones. Peor si ello incluye la exhibición permanente y grosera del poder por parte de élites políticas fuertemente desprestigiadas y percibidas como corruptas.
Finalmente, una nota sobre la complejidad de los personajes: Recurriendo al uso del quechua, la señora Boluarte creyó que la gente la reconocería como una mujer andina, una apurimeña víctima de las circunstancias, que necesita tiempo para demostrar su capacidad de gobierno. Buscó así proyectar sobre ella misma, sin conseguirlo de ninguna manera, la imagen que tiene desde su condición de “misti” sobre sus paisanos apurimeños, quechuas e indígenas como supuestos seres inocentes desprovistos de raciocinio y, en el fondo, manipulables. Una versión deplorable del viejo sentido común, cargado de racismo, que durante mucho tiempo legitimó la dominación étnica en zonas de amplia población indígena del Perú, como el Sur andino[7]. Sin embargo, hoy como ayer, los campesinos, quechuas y aymaras, saben reconocer de inmediato a aquellos que pretenden engañarlos, usando su propio idioma originario. De allí que una de las demandas centrales de la movilización hoy, ya mayoritaria en el país (76% según la encuesta del 10 de febrero de IPSOS-Apoyo), es la renuncia del personaje.
[1] Mi agradecimiento a Inter-Cambio Instituto de Terapia Psicoanalítica por la organización, semanas atrás, de un encuentro para el diálogo y la reflexión ante la crisis que nos confronta con las múltiples fracturas de nuestra vida social, que es el origen de las rápidas notas que siguen a continuación.
[2] Investigador de desco.
[3] Durand, Francisco (2007): El Perú fracturado: formalidad, informalidad y economías delictivas, Lima: Fondo Editorial del Congreso de la República.
[4] Valdés, Ricardo; Vera, Dante y Carlos Basombrío (2022): Las economías criminales y su impacto en el Perú ¿cuáles?,¿cuánto?, ¿dónde?, ¿cómo?, Capital Humano y Social Alternativo-Fundación Konrad Adenauer-USAID, Lima.
[5] Martuccelli, Danilo (2021): La sociedad desformal. El Perú y sus encrucijadas, Edições Plataforma Democrática, Sao Paulo.
[6] Zavaleta, Mauricio (2014): Coaliciones de independientes. Las reglas no escritas de la política electoral, Instituto de Estudios Peruanos, Lima.
[7] Pajuelo, Ramón (2023): La presidenta «misti», el titiritero y el descontento campesino-indígena, SER Noticias, ver en https://www.noticiasser.pe/la-presidenta-misti-el-titiritero-y-el-descontento-campesino-indigena
Eduardo Ballón
Antropólogo de la Universidad Católica (PUCP). Investigador principal del Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo (DESCO) desde 1973.