Artículo: Perú, buscando un sentido

Perú, buscando un sentido

Mis ojos no quieren ver

lo que hay delante de mí,

yo ya no puedo entender,

ay, ay, ay, ay,

lo que está pasando aquí.

 

Ojos de piedra tuviera

para poder resistir,

y aun cuando más dolieran,

Ay, ay, ay, ay, ay,

no los dejaré de abrir

 

Del grito de libertad

que por las costas se oyó

hablan los himnos en vano

yo no sé quién lo gritó

Arturo Pinto.

“Ojos de piedra” (Yaraví).

*Fotografía: Augusto Escribens – @augustoescribens

El hombre no existe como ser “natural” o biológico. Sólo deriva en ser humano a través de la influencia que otros seres de su especie ejercen sobre él, por esto podríamos decir que es un producto de su ambiente humano. Su naturaleza es de tipo especial, no natural sino social. Transforma lo natural y al hacerlo crea cultura y se transforma a sí mismo. Son las normas, inculcadas a través de la familia, la educación escolar, la relación sujeto-sociedad lo que humaniza al ser humano. Desde esta mirada, el individuo se convierte en tal cuando transforma los datos naturales en resultados históricos y sociales.

Si desarrollamos una visión del Perú a través del análisis de los gobiernos autoritarios que han tenido lugar en diversos momentos históricos, estos reflejan una figura paterna dominante y omnipotente que se establece en nuestro país a lo largo de su devenir, instalándose en la vida cotidiana de los ciudadanos. Pocos presidentes se pueden rescatar de esa lista.

Considero que es tarea de los psicoanalistas descubrir verdades ocultas, pero no sólo los psicoanalistas, también en disciplinas cercanas, se busca develar aquello que permanece oculto a nuestra mirada. Norbert Elías (1990), eminente sociólogo, nos dice que todo individuo llega a ser humano cuando aprende a hablar, actuar y sentir en una sociedad formada por otras personas y que, con el tiempo, es probable que las fantasías con las que revestimos nuestro ser tengan que ver con nuestra incapacidad para modificar las cosas de la vida, especialmente aquellas que pretenden aniquilarla. Agrega que esta imposibilidad, muchas veces, nos puede llevar a adquirir una máscara de deseos y temores (prótesis identitaria, la llaman) que impide vernos tal como somos realmente.

Mejor dicho, anhelaría entregar al líder, como el niño al padre, la solución a los problemas. En este trance que vivimos hoy vemos cómo se dificulta el diálogo, puesto que no hay cabezas visibles con que vivimos hoy vemos cómo se dificulta el diálogo, puesto que no hay cabezas visibles con quién dialogar.

En nuestro país, las relaciones de dominio pasaron de la dominación colonial a la republicana. La presunta libertad (“el ejército libertador”, como dice el yaraví que utilizamos como introducción: “el grito de libertad” …) nunca lo fue a cabalidad puesto que permanecieron abismales diferencias económicas, sociales y raciales. Así, de nuestra historia oficial se hace difícil extraer experiencias correctivas (como bien desarrolla Quiroz, 2013, en su Historia de la Corrupción en el Perú). En ella, nadie se responsabilizó de los sucesos, presentando el mundo del dominante como superior al propio, el cual era desdeñado. Presentaba a indios y campesinos como ingenuos, cobardes, ignorantes. En general, el acceso a la información, así como a los beneficios materiales del trabajo, eran siempre para el grupo dominante, pequeño en número, pero grande en poder. No son pocos los autores que nos dicen que ha resultado particularmente difícil aceptar a los indios como personas (hasta hace relativamente poco tiempo, para muchos, el indio no poseía alma).

La posibilidad de un sentimiento nacional que hiciera a la mayoría sentirse partícipe en las formas de legalidad y en las instituciones, era apenas existente. Para las grandes mayorías, la situación traumática de la conquista se prolongó, fomentando que se experimentara el desconsuelo de sentirse “sin rostro”. Además, el efecto que tiene el poder autoritario es no sólo suprimir el deseo del otro sino subyugarlo para sus intereses. Los dominados se resignaron o soñaron con alcanzar los privilegios de los dominadores, sin poder dirigir su mirada hacia sus propios recursos y, menos aún, elaborar o transformar su situación. Los más carenciados de los dominados, parecían derivar hacia estructuras de personalidad en las cuales cobraban forma los sentimientos de humillación y denigración de que eran objeto.

Un pueblo largamente decepcionado y desvalorizado es propenso a convertirse en presa fácil de un líder-padre en el cual depositar su esperanza (la ilusión colocada en el expresidente Castillo es un ejemplo de los varios con que cuenta nuestra historia). Lamentablemente, pocas veces se trató de figuras que se distinguieran por su habilidad como gobernantes o su honestidad. Para muchos de ellos el Perú fue un botín. Las leyes se acomodaban a sus beneficios y para ellos el castigo no existía.

Al no haber tenido posibilidad de elaborar las cicatrices por lo vivido, los peruanos se vieron precisados a buscar desesperadamente con quien identificarse. Una historia que permitiera un “trabajo de duelo” presentaría una verdad dolorosa pero restitutiva, a través de la cual aceptaríamos que junto con los cambios de la realidad exterior sucede una transformación interna en la que reconocemos los vacíos que deja la pérdida de figuras queridas y representaciones estructurantes tales como patria, sociedad, etc. Este proceso sugiere un cambio en el sujeto, a partir del cual se puede soportar mejor la realidad. Esto no se vio.

Es necesario recordar que el dominio, insumo de la corrupción, es una forma de violencia afincada en la interrelación. Con frecuencia, la violencia en situaciones de crisis social suele introducirse generando actitudes que predisponen a los individuos a la sumisión, reproduciéndose en su interior el dominio sobre los débiles, confrontados con aquellos que poseen el poder, como el padre omnipotente de la niñez, rechaza con violencia lo que es diferente a él. Es narcisista y dominante. “Odia todo lo que es débil o lo que él considera como débil. Se opone al examen de sí mismo, con lo cual se aleja de la posibilidad de tomar conciencia de sus características. Siempre es el otro el que tiene la culpa. Mide a los seres humanos en términos de éxito o popularidad. Toda actitud crítica a su posición es considerada peligrosa y destructiva” (Herrera, 2018, p. 54). Se asume inimputable y desprecia todo aquello que pudiera ser solidario. Al respecto, y citando a Volkan (1998), decimos que el sujeto narcisista tiende a mostrar un componente grandioso que encubriría una fragilidad interna, “…ellos son vulnerables a los sentimientos de profunda vergüenza y son marcadamente envidiosos de los talentos de otros, de las posesiones mundanas y de la capacidad para tener relaciones interpersonales genuinas” (Volkan et. al, 1998, p.153).

En esta situación y considerando que los seres humanos necesitamos, para desarrollar nuestra identidad, un conjunto de ideas y representaciones de nosotros mismos, de los demás y de nuestros vínculos, y que al unirnos generamos un conjunto de productos y creaciones que solo se imputan a ese colectivo y de los cuales también tenemos una representación mental, me pregunto por el destino de las instituciones, puesto que el espacio en el que se desarrolla el flujo compartido de representaciones e imágenes para cumplir el objetivo de regular la existencia de los seres humanos (Castoriadis, 1988) nos lleva, con frecuencia, a preguntarnos si en nuestro país eso sería posible. En un país como el nuestro, fragmentado y en grandes dificultades para percibirse como Nación, es poco posible que los individuos se puedan sentir partícipes de un mismo proyecto social puesto que en esas circunstancias el imaginario colectivo se ve en dificultades para albergar representaciones consonantes que favorezcan la sensación de estar unidos. Las instituciones, por ejemplo, podrían representarse como entidades ajenas con lo cual los peruanos experimentaríamos nuestra historia como algo que tiene poco que ver con nosotros mismos. El sentimiento, entonces, es el de orfandad y desamparo. Agreguemos que, en esta sociedad, en la que los actores sociales presentan intereses en pugna, los vínculos solidarios son escasos y los proyectos democráticos suelen ser frágiles y efímeros. El terreno es propicio para el engaño y la corrupción asociada siempre al cinismo y la desconfianza.

En los últimos años, el panorama se agrava. Situaciones que podrían ser entendidas como fuertemente traumatizantes tienden a agudizar aún más lo endeble de la estructura social. Siempre nos ha resultado difícil desarrollar códigos valorativos que consideren al otro como un igual. Con facilidad los valores han cedido ante los intereses económicos, precipitando al país en la anomia. El poseedor de la fuerza y el poder con frecuencia ha sido el que imponía sus intereses y sus leyes a los demás, los cuales, como dijimos, suelen carecer de rostro.

José Carlos Agüero, historiador y escritor, en una entrevista para el periódico La República (en Crisis, política y desborde, 18 de diciembre del 2022) nos decía que el tejido social en el Perú está, prácticamente, descomponiéndose, pero que la violencia que vemos en las calles, hace tiempo está ahí, pero no hemos querido tomarla en serio. Para Agüero (2022), más propiamente que un conflicto, vivimos un ‘colapso social’ donde todo puede desaparecer cuando el tejido social se deshilvana y cuando las instituciones dejan de ser representativas. Sostiene, este autor, que la crisis ya se dio y que el país ha colapsado. Un dato importante que considerar es que Pedro Castillo tiene, además, una connotación simbólica, pues, a pesar de que tuvo una campaña gigantesca de humillación y estigmatización en las elecciones que gana, simboliza para la mayoría su representación en la vida democrática. Así, la figura de Castillo se convierte en fuertemente identitaria. Surgen, entonces, términos que no favorecen establecer un vínculo, sino que lo impiden, por ejemplo “terruco” (terrorista), lo cual imposibilita llegar a acuerdos. Como diría Agüero (2022), estos términos “sirven para invalidar al contrincante como interlocutor”.

En la misma línea, Antonio Zapata Velasco (2023), historiador y docente universitario, nos dice que los campesinos, en sus manifestaciones, podrían estar diciéndonos “teníamos un representante, pero no lo han dejado gobernar”. Pero la situación que vivimos no queda ahí, el “malestar sobrante”, como diría Silvia Bleichmar (2010), se agudiza por momentos, como diría Vallejo (1919), donde queda la “resaca por todo lo sufrido”. Se dan sucesos de muerte, 60 fallecidos de la manera más cruel, prácticamente sometidos a ejecuciones sumarias por parte de la Policía y del Ejército. A pesar, de que ambas instituciones también pertenecen al sector de los pobres, son, sin embargo, enviados como carne de cañón a frenar las manifestaciones.

Los grandes responsables no parecen tener castigo, pero “la calle no se calma sin sanción para los responsables de tanta muerte, sanciones políticas a Boluarte y a los responsables directos” (Agüero, 2023). Vemos, además, que las demandas de los ciudadanos que protestan no son escuchadas y se convierten, entonces, en “vándalos”. La tendencia de los que matan al otro o lo agreden es considerarlo no un conciudadano sino un enemigo. Peor, aún si han sido víctimas de ese operar, dice Silvia Bleichmar, que no es agresivo ni cruel y que es todo eso al mismo tiempo, por sus efectos. No sólo es el intento de demoler al otro, sino el desconocimiento liso y llano durante siglos de su existencia. Es la ausencia de todo reconocimiento de lo que produce en el otro como semejante una desarticulación de cualquier posibilidad de empatía (Bleichmar, 2002). Entonces, si hay 60 personas muertas, ellos pueden hacer alusión a que, seguramente, entre ellos había terroristas, senderistas, etc., y convertir en algo loable la muerte. Ya Freud lo había mencionado en su trabajo sobre la guerra cuando decía que esta era el gran pretexto del ser humano para poder justificar su carga destructiva sobre el otro. En ella, matar no era algo prohibido, sino algo loable.

En esta confrontación, no solo se enfrentan dos imágenes del Perú, sino que también se enfrentan identidades que tienen que ver con lo étnico, pensemos en Puno y en otros departamentos del país, cuya población pertenece a etnias como las aymaras que se caracterizan por ser luchadores. No obstante, es importante señalar que el centralismo limeño que contribuye precisamente a que se desarrollen antagónicas identidades regionales, especialmente en el sur del país, es otro de los elementos de protesta. Junto con Diego García-Sayán diríamos que “es cierto que hay extremismos que promueven toma de aeropuertos, toma de locales, saqueo de comercios, pero debería haber autoridades que no propongan como única salida la violencia mortal, esa respuesta debería darse dentro del marco de la ley” (García-Sayán, 2023). Lamentablemente, tenemos que agregar que se ha hecho evidente la incapacidad para lograr diálogos y, hasta diríamos, la indiferencia de muchos frente a lo que está sucediendo.

En síntesis, como en el acto violento, en la corrupción el otro deja de ser un semejante y no es posible negar que somos un país corrupto. Las leyes entonces tienden a ignorarse, especialmente cuando no se ajustan a los requerimientos del que las impone. Esto supone que la víctima queda atrapada en la situación impuesta que no eligió, de la que no se puede salir y a la que no puede denunciar, pues su reclamo no es escuchado. De esta forma, el sujeto se siente desvalido como el niño pequeño al que su madre no suministra los cuidados básicos; es decir, queda sometido no solo al miedo sino, como diría Maren Ulriksen de Viñar (2001), a la profunda desolación de no ser escuchado.

Perú, buscando un sentido* por Luis Herrera Abad

* Este trabajo es una actualización del artículo “Poder, dominación y corrupción” presentado en la Revista Psicoanálisis N°23, Lima, 2019. Se han añadido contenidos derivados del diálogo que el autor ha sostenido con sus alumnos y de investigación reciente sobre los sucesos que vivimos actualmente en el país.

Agüero, J. (18 de Diciembre de 2022). La República. Obtenido de https://larepublica.pe/politica/actualidad/2022/12/18/jose-carlos-aguero-la-gente-suele-decir-que-estamos-en-una-crisis-politica-pero-es-otra-cosa-es-un-colapso-social-congreso-dina-boluarte

Bleichmar, Silvia. 2010. La Subjetividad En Riesgo. Buenos Aires: Topía Editorial.

Bleichmar, S. (2002). Dolor País. Buenos aires: Libros del Zorzal.

Castoriadis, C. (1988). Political and Social Writings. Minnesota: University of MinnesotaPress

Elías, N. (1990). La Sociedad de los individuos: ensayos. Barcelona: Edicions 62

García-Sayán, D. (12 de Enero de 2023). Callejón sin salida: respuestas impostergables. La República. Obtenido de https://larepublica.pe/opinion/2023/01/12/callejon-sin-salida-respuestas-impostergables-por-diego-garcia-sayan

Herrera, L. (2018). Reflexiones psicoanalíticas sobre la violencia y el poder en el Perú. Lima: Sociedad peruana de psicoanálisis

Kaes, R. (1977). Aparato psíquico grupal. Barcelona: Gedisa

Quiroz, A. (2013). Historia de la corrupción en el Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.

Vallejo, C. (1919). Los heraldos negros. Lima.

Volkan, V., Akhtar, S., Dorn, R., Kafka, J., Kernberg, O., Olsson, P., Rogers, R. & Shanfield,S. (1998). The psychodynamics of leaders and decision making. En: Mind and Human Interaction, 9(3), 130-181.

Zapata, A. (10 de Enero de 2023). La República. Obtenido de https://larepublica.pe/politica/actualidad/2023/01/10/protestas-por-vacancia-antonio-zapata-los-campesinos-estan-diciendo-teniamos-un-representante-y-no-lo-han-dejado-gobernar-dina-boluarte-pedro-castillo-congreso

Luis Herrera Abad

Psicoanalista formado en el Instituto de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis (SPP), de la cual es miembro titular en función didáctica y ex presidente. Miembro titular de la International Psychoanalytical Association (IPA). Consultor y docente del Instituto Inter-Cambio.